Anoche
me dio un siroco metalingüístico. Y es que
comunicarse es algo complejo. Hay quien dice que la palabra, en muchas
ocasiones, no es suficiente para expresar con fidelidad lo que pensamos o
describir el mundo que nos rodea; menos aún si tenemos en cuenta que una
persona normal y corriente maneja una media de 5000 palabras de las 85000
recogidas en el diccionario. Todo esto sin hablar de lo que puede llegar a
retorcerse la lengua (sin dobles sentidos) y volverse en nuestra contra. El caso es que en plena era de la explosión
del desarrollo de la tecnología de las comunicaciones, algunos reprochan que, a
pesar de la globalización de esta aldea que compartimos, estemos más
incomunicados y aislados que nunca. Probablemente se dirían cosas parecidas con
la imprenta, la radio, el teléfono o la tele. No obstante, el ser humano se las
ingenia, cada vez, para adaptarse a las nuevas formas de comunicación y
hacerlas lo más eficaces posible y mantenernos siempre cerca unos de otros. Hoy
en día luchamos contra un abismo digital y el lenguaje escrito se resiente en
este proceso de adaptación, mientras afina sus instrumentos y aprovecha el
potencial que tiene. Es curioso observar cómo evoluciona, por ejemplo, cuando
suplimos la torpeza o la ligereza o la premura del lenguaje de chat incluyendo
los emoticonos, por ejemplo.
Tal vez por eso el ser humano inventó el
arte. Hay algo inefable en la forma en que nos conmueve una pintura, una
canción, una danza, un poema… Es en el
arte donde el ser humano despliega todo su potencial. El arte es la comunicación
por excelencia, primero con nosotros mismos y luego con los que nos rodean,
porque apela a esas emociones de nuestra naturaleza humana. No es la capacidad
de razonar lo que nos describe, sino la libertad de elegir ser irracionales; el
impulso sinsentido, el descontrol sin motivo. Hay algo primitivo en la música
que despierta esas emociones. El ritmo de la percusión, el desgarro de una
voz... ¿Qué hay más básico? El sexo, dirían algunos, pero hasta en el sexo
necesitamos un ritmo, una cadencia hipnótica que nos guíe... La música en directo nos ofrece la
oportunidad de congeniar esa cadencia hipnótica con la transferencia entre los
músicos y el público. De nuevo, los rostros son indispensables durante ese
baile de melodías, cuerpos y miradas. Comunicación en estado puro.